PESCADO PODRIDO

Un día me acerqué a la pescadería de mi pueblo a comprar unos jureles. El pescadero, con su característica amabilidad, me habló de las maravillas de sus jureles. Frescos, hermosos y ricos, muy ricos. Como hacía muchos años que conocía al pescadero confié en él y compré un par de aquellos maravillosos ejemplares.
Cual fue mi sorpresa al llegar a casa y preparar la cena. Aquellos jureles estaban podridos por dentro. La verdad es que me enojé, detestaba que me mintieran, eso me hacía sentir como un estúpido. No obstante, como hacía muchos años que conocía al pescadero y confiaba en él, decidí volver a la pescadería para pedirle explicaciones. Muy afectado, el pescadero me dijo que la culpa no era suya en absoluto sino de quien le traía el género, Cuando le pregunté porque no cambiaba de proveedor, me contestó que era el que tenía unos precios más competitivos y por tanto el que le dejaba un margen comercial más grande. Entendí su excusa y, como hacía muchos años que conocía al pescadero, decidí confiar de nuevo en él, a pesar de no haber asumido su responsabilidad ni haberme devuelto el dinero que pagué por los jureles. Aún así le compré unos langostinos que me aseguró que eran frescos. Y debian serlo, puesto que me costaron una fortuna. Esa misma noche invité a unos amigos a comer langostinos a la plancha. 
-Son frescos -les dije- me lo ha dicho mi pescadero que como hace muchos años que lo conozco confío en él. 
-¿El pescadero? Pues dicen que vive del trabajo de algunos pescadores inmigrantes, se aprovecha de su necesidad, les compra el género por muy poco dinero. Además, cuentan que paga sobornos en la lonja y ha logrado ser la pescadería más importante a base de hundir a su competencia con algunos trucos mo muy limpios -me dijo uno de mis amigos.
-Eso son solo habladurías, envidías de perdedores que tan solo quieren hacerle la competencia. Él es honrado por encima de todas las cosas -le defendí.
Zanjada la discusión nos dispusimos a dar cuenta del festín. Asé los langostinos en mi parrilla y los espolvoreé con sal. Cuando una fina capa dorada comenzó a cubrirles, los serví con diligencia y comenzamos a cenar. En cuanto separé la cabeza del primer langoistino, me di cuenta de que no era fresco. La cabeza desprendía un terribñe edor de amoniaco. El pescadero había vuelto a engañarme. Y esta vez mi grado de estupidez era aun mayor, puesto que había dado la cara por él ante mis amigos. Esto no iba a quedar así. Esta vez había ido demasiado lejos. 
Así que a la mañana siguiente fuí, totalmente indignado, a su pescadería dispuesto a decirle lo que pensaba de él y a exigirle que me devolviera mi dinero. Entré en la pescadería y me encaré con él. Le dije lo que me había pasado con los langostinos, le conté que confiaba en él y me había fallado, que no había tenido en consideración los muchos años que nos conocíamos. Que no sabía que le había pasado, pues al principio era atento, sincero y con ganas de servir a la comunidad con un buen género, pero con el tiempo se había vuelto egoísta, y en su afán desmedido por ganar dinero, había pisoteado todo a su paso. Era una sombra de lo que pretendió ser y todo por sentirse alguien superior al tener el favor de la gente, de sus clientes, a quienes había maltratado y vejado. Pero lo peor es que no le importaba. Tan solo quería mantener su estatus de poderoso empresario del pescado, aunque lo vendiese podrido. 
Tras mi alocución hecha, dicho sea de paso, desde el respeto y la tranquilidad, el pescadero señaló con su cuchillo un cartel que colgaba de una de las paredes de la pescadería y que decía así: "Reservado derecho de admisión": -Si no te callas y acatas mis normas -me dijo- ya te puedes largar o llamaré a la policía.
Además de un mentiroso y un estafador quería quitarme mi preciado derecho a la protesta. No quería escuchar lo que tenía que decirle.
Así que dí media vuelta y salí de la pecadería. Conforme me iba alejando giré la cabeza y vi a lo lejos al pescadero venderle unos jureles a una anciana, que le sonreía y al que seguro conocía hacía muchos años, por eso confiaba en él. Seguí mi camino y entré en una pequeña pescadería regentaba por un pescador y su esposa. 
Cuando te han vendido demasiadaas veces pescado podrido, ha llegado el momento de cambiar de pescadero.  

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