UN MENDIGO FRENTE AL SÚPER

El director del supermercado llevaba algunos días bastante nervioso. Hacía varias semanas que le habían comunicado que iba a recibir la visita de los directivos de la cadena a la que pertenecía el supermercado que dirigía. “Será una visita rutinaria”, le dijeron, pero había rumores de que la crisis que afectaba al país había hecho mella en el sector, y por tanto temían que si el supermercado no se encontraba a su gusto, podían haber despidos, y el primer puesto de trabajo que peligraría sería el suyo propio. De ahí su lógica preocupación. Los días previos a la llegada de los directivos fueron frenéticos. Se cuidó hasta el mínimo detalle. Los reponedores se esmeraron en ordenar el género en los estantes con increíble precisión; el servicio de limpieza dejó todo como una patena y las cajeras quedaron de acuerdo para acudir al trabajo perfectamente peinadas y maquilladas. Todo lucía diferente. El aspecto era inmejorable, fabuloso,… salvo por un detalle. Justo unos días antes de tan importante visita, un mendigo sucio y harapiento había acampado en la puerta principal de acceso al supermercado. El director se mostró molesto. Pensó que la mala suerte se había cebado con ellos. Habiendo tantos días para que apareciese por allí, lo tenía que hacer justo en ese momento tan inoportuno. Tenía que encontrar una solución…y rápido. Así que buscó entre sus empleados a la persona más sensata y dialogante para que se dirigiera a él y le sugiriera con amabilidad y diplomacia que se largara de allí. Desde el interior, el director observaba con interés la escena que tenía lugar justo en la puerta del establecimiento. El empleado gesticulaba, mientras el vagabundo parecía no mostrar demasiado interés en sus palabras. Tras unos minutos, el empleado volvió a entrar. Rápidamente el director fue en su busca y le preguntó por la conversación. “Dice que la calle es de todos y que no molesta a nadie”. El vagabundo no se iba a marchar. El director comenzó a sentir un sudor frío. Un miedo repentino recorrió su interior: pensó en su mujer, en sus dos hijos pequeños, en su hipoteca, en su coche nuevo, en sus vacaciones,… y en que todo eso podía desvanecerse si los directivos encontraban un mendigo frente al supermercado. “Es un motivo más que suficiente de despido, ¿como van a confiar en mi si no soy capaz de mantener pulcra la imagen del superrmercado?”. Así que decidió poner en marcha medidas más drásticas. Descolgó el teléfono de su despacho y llamó a la policía. Media hora después dos agentes uniformados entraron en el supermercado. El director les explicó que dicho sujeto estaba dañando la imagen de la cadena y molestando a los clientes al pedir limosna con un vaso de plástico, así que les rogaba que se lo llevaran de allí. Lógicamente la policía no podía hacer eso, pues no había infringido ninguna ley, pero los agentes viendo el estado en que se encontraba el director y en previsión de que la cosa fuera a peor, se comprometieron a hablar con el mendigo. Así que de nuevo el director mandó a otro interlocutor para que hiciera entrar en razón al vagabundo, en este caso la policía. Aunque el resultado fue idéntico que con el empleado: no se iba a machar.

La cosa se estaba poniendo bastante complicada. El director comenzó a pensar en excusas que ofrecer a sus jefes: “Uy! No sabía que estaba ahí”, “Habrá llegado hoy”,… pero todas le sonaban poco creíbles y hacían patente su falta de responsabilidad como director. La jornada estaba a punto de llegar a su fin y el “problema” aún no se había resuelto. Tan solo le quedaba una opción: la negociación directa. Quizás si hablaba con él podría hacerle entrar en razón. Tal vez dándole algunas botellas de vino barato de ese que beben ellos, podría convencerle para que se mantuviera lejos de allí veinticuatro horas, las más decisivas de su carrera profesional. Así que tomó aire, se arregló el nudo de la corbata e inició el corto recorrido del corredor que separaba su despacho y la puerta en donde había acampado dicho sujeto. Al acercarse, las puertas se abrieron automáticamente. El director pudo ver entonces de cerca a quien le estaba dando tantos quebraderos de cabeza. Era un hombre de mediana edad, vestía un jersey de lana sucio y raído, unos tejanos grasientos que otrora fueron azules y unas zapatillas deportivas desgastadas y mugrientas. Una espesa barba cubría su rostro y su cabello, largo y descuidado, era recogido por una gorra, cuya visera protegía unos ojos pequeños y vivarachos. En una de sus manos sujetaba un vaso de plástico que utilizaba para pedir alguna moneda a los clientes del supermercado. El director se acercó a él, se aclaró la voz y le saludó cordialmente:

-Buenas tardes

-Buenas tardes- le respondió el vagabundo correspondiendo con su amabilidad.

-Como está?

-Bien. ¿Quién lo pregunta?

-Soy el director del supermercado, quisiera tener unas palabras con usted…

-Usted dirá

-Verá, he observado que lleva unos días frente al supermercado…

-¿Y que pasa? ¿Es algún delito?

-No, por supuesto que no. Pero los clientes se sienten violentos…

-¿Violentos? Acaso les he atacado, les he insultado, les he robado,…

-Por supuesto que no, en ese caso no sería yo quien estaría aquí hablándole…

-Entiendo. En ese caso hubiera llamado a la policía, ¿verdad?

El director notó que la frase iba con segundas y musitó una leve disculpa:

-Bueno, siento si se ha molestado…

-Mire, señor director, yo no hago daño a nadie. Solo pido para comer, duermo en un banco del parque y si no tengo un trabajo y no visto con una de esas corbatas, créame que no ha sido elección mía. Por tanto no quiero que me juzgue. Estoy harto de quienes me juzgan.

-Lo siento si ha sido así, pero entiéndame, como responsable de este establecimiento he de velar por su imagen…

-Mire, señor director, ¿a que ha salido?. Lleva todo el día mandándome mensajeros. Debo serle muy molesto para que haya bajado de su torre de marfil a enfrentarse personalmente con lo más bajo de la sociedad.

-Está bien, pongamos las cartas sobre la mesa. Mañana es un día importante para este supermercado. Están en juego puestos de trabajo y usted supone un impedimento. Solo le pido que mañana no venga…

-Me pide que mañana no venga “a trabajar”. Que no acuda a mi trabajo de mierda. ¿Y usted que ofrece a cambio?

-Estoy dispuesto a darle un buen lote de comida y bebida. Así mañana no tendrá que preocuparse por sacar dinero para comer. Tan solo tiene que entrar y coger lo que le apetezca.

-Pero aparte tengo gastos…he de pagar la hipoteca, la luz, el agua,…

El director advirtió el sarcasmo en sus palabras y comenzó a impacientarse: -Está bien, dígame cuanto saca en un día, y se lo pagaré de mi bolsillo –dijo mientras sacaba su billetera- ¿treinta, cuarenta, cincuenta Euros…?

-Quinientos euros

-¿Quinientos euros? Será broma, ¿Cómo va a sacar eso en limosnas?

-Bueno ese es mi precio por no venir mañana a mi trabajo. Si no puede pagarlo, no se preocupe, mañana nos veremos por aquí.

El director se sintió atrapado, acorralado. Se le presentaba la duda. O arriesgarse a ser despedido por la imagen que daba el supermercado con el mendigo frente a su puerta, o ceder al chantaje, sin tener la total seguridad de que éste cumpliera su palabra.

-Está bien, venga a verme dentro de una hora, en cuanto cerremos y haya salido el último empleado. Yo tendré preparado el dinero.

Y así se despidieron. El director regresó a su despacho, abrió un armario que camuflaba una pequeña caja fuerte y sacó un fajo de billetes. Con sumo cuidado lo contó y separó quinientos euros, que introdujo en un sobre.

Poco más de una hora después alguien llamo a la puerta del supermercado. El director salió de su despacho, recorrió el corredor y se colocó al otro lado de la puerta metálica que mantenía cerrado el recinto. A través de la reja de la puerta pudo adivinar la silueta enjuta del vagabundo que le esperaba. Sacó un montón de llaves e introdujo una de ellas en la cerradura del mecanismo que abría la puerta. En un instante, ésta comenzó a abrirse mecánicamente y en pocos segundos tuvo ante sí al mendigo. “Pase”, le indicó el director, y juntos recorrieron el corredor hasta su despacho. El director cogió el sobre con el dinero que se encontraba sobre su mesa de caoba y se lo acercó. El individuo lo abrió y miró su contenido. La cara se le iluminó.

-Ahí lo tiene. He cumplido mi parte del trato, espero que ahora cumpla la suya.

-¿Por quién me toma? Soy un hombre de palabra. Pero…

-¿Pero qué? Es lo acordado, ¿no?

-Verá señor director, acabo de sentir unas ganas repentinas de venir mañana y ponerme en la puerta de su precioso supermercado…

-No entiendo…

-Mil euros, señor director!

-Pero, yo creía que teníamos un trato…

-Mire, no se que coño va a pasar aquí mañana y tampoco me importa, pero debe ser tan gordo que si ha sido capaz de pagar quinientos pagará mil, y dese por satisfecho que no le pida mucho más.

Hubo un momento de un tenso silencio. El director sintió que había sido derrotado. Era ceder al chantaje a cambio de asegurar su puesto de trabajo. Bien mirado era un precio pequeño para lo que podía perder con la visita de sus jefes: una vida acomodada, tranquila. Una familia feliz y un futuro próspero que podía truncarse si no aceptaba. Así que se volvió hacia el armario, abrió la caja fuerte y contó otros quinientos euros que puso sobre la mesa.

-Y ahora espero que cumpla su palabra.

-No se preocupe, ya le he dicho que soy hombre de palabra.

El vagabundo guardó el dinero en sus bolsillos, se dio la vuelta y salió del despacho. El director fue detrás de él. Mientras avanzaban por el corredor que daba a la calle, el director iba pensando en su derrota, en el coste de la operación y en la posibilidad de que viendo su predisposición a acceder a chantajes, al día siguiente este vagabundo o cualquier otro se volviera a presentar en busca de más dinero. Presa del pánico y en un arrebato de locura, cogió una lata de espárragos de las que se amontonaban en un estante y golpeó en la cabeza al vagabundo, que cayó pesadamente al suelo. El agresor dejó caer la lata y comenzó a sufrir un ataque de ansiedad. Su pulso se aceleró y comenzó a tener una sensación de ahogo. Se sentó en el suelo mientras observaba el cuerpo inerte del vagabundo. Un reguero de sangre manaba de su cabeza a consecuencia del golpe recibido. Se hizo el silencio en el corredor. El director permanecía inmóvil pensando en cómo había llegado a esta situación. Mañana todos sabrían que era un vulgar asesino. En unos segundos había echado por la borda años de preparación. Su carrera de empresariales, su máster,… Pensó en sus padres que tantos sacrificios habían hecho por darle una educación. Pensó en su mujer, en sus hijos. Le esperaban años de prisión, de humillaciones tanto para él como para su familia,..¡Que había hecho! Acababa de convertirse en un homicida.

Se levantó aún en estado de shock y agarrándose a las paredes regresó a su despacho. Apenas podía pensar con claridad. Se sentó en su silla y pudo ver las fotos de su familia sobre su mesa de caoba. Comenzó a llorar. Poco a poco fue consciente de lo que había hecho y de las terribles consecuencias que ello tendría. Diez minutos después cogió el teléfono y marcó el número de la policía. Mientras lo hacía, en su cabeza se repetía una y otra vez lo mismo: “He matado al vagabundo…he matado al vagabundo…he matado al…”

-Policía, dígame

-…

-Policía, digame

-…

-¿Oiga? ¿Hay alguien ahí…?

Colgó de golpe. Quizás aún tenía una opción para salir impune de todo eso. Era un simple mendigo, nadie lo echaría de menos, nadie lo buscaría. Es más, hasta puede que incluso agradecieran su desaparición. En un segundo trazó un plan. Cogería el cadáver y lo metería en la cámara frigorífica, junto a las piernas de cordero. Luego limpiaría la sangre con lejía, como había visto en la famosa serie de televisión que hacen los asesinos cuando se enfrentan a la policía científica americana. Al día siguiente recibiría a los jefes con total normalidad, nunca supervisan la cámara, con lo cual no descubrirían el cuerpo. Por la noche, cuando volviera a quedarse solo, sacaría el cadáver por el garaje y lo cargaría en el maletero de su coche. Conduciría hasta la montaña cercana y arrojaría el cuerpo en algún terraplén. Cuando lo encontraran, descubrirían que tan solo era un vagabundo que nadie reclamaría y que no podrían relacionar con el supermercado ni con él. Pensó que era un plan perfecto. Rápidamente salió del despacho y recorrió varios metros del corredor. Allí seguía el cuerpo. El director se arrodilló frente a él. Introdujo su mano en uno de los bolsillos y sacó los billetes que minutos antes le había entregado. Luego hizo lo mismo con el otro bolsillo. Intentó levantar el cuerpo, pero de la brecha que le había provocado en la cabeza manaba bastante sangre, que goteó inmisericorde sobre sus relucientes zapatos. “Mierda”, musitó. Volvió a dejarlo en el suelo. Tras tomarse unos segundos para pensar, entró en el supermercado y cogió unos guantes de látex, un rollo de papel de cocina, un rollo de cinta adhesiva y unas bolsas de basura, y regresó junto al cadáver. Se ajustó los guantes y cubrió la cabeza de la víctima con una enorme bolsa de basura que sujetó al cuello con varias vueltas de cinta adhesiva, creando un espació hermético que evitó que se derramara la sangre. Levantó al vagabundo y lo condujo hasta la cámara frigorífica de la sección de carnicería. Mientras sujetaba el cuerpo, alargó con dificultad la mano, asió la manecilla que abría la gran nevera y tiró de ella hasta que cedió, abriéndose la puerta y saliendo de su interior un agradable frío polar. Dio un fuerte tirón del cuerpo y…

-Tititi-tititi-tititi…

-Mierda, ahora suena el móvil!… -exclamó, mientras rebuscaba el terminal en su bolsillo con una mano, sujetaba al vagabundo con la otra e impedía que la puerta de la cámara se cerrara haciendo tope con uno de sus pies.

-¿S…i?

-Hola cariño, ¿Qué haces? ¿Cómo es que aún no has llegado?

-Ve…ras –dijo el director con gran esfuerzo- es que aho…ra me pi…llas en mal mo…mento…

-Oye! ¿No estarás con los amigotes en el bar?

-Noooo, ca..ri…ño, te…nía tra…bajo, ma…ñana es la visita de los je…fes, ¿re…cuer…das?...

-Ay, esta visita te costará la vida, cariño…en fin, no tardes…

-No, llega…ré en se…gui…da

-Te quiero

-Te quie…ro

Apagó el móvil y volvió a guardarlo en su bolsillo. Se le había dormido el brazo y comenzaba a sentir dolor en el pie que sujetaba la puerta del frigorífico. Empujó con el pie y abrió la puerta. Luego arrastró el cuerpo hacia el interior de la cámara. Analizó aquel pequeño cubículo de tres por tres metros en busca del rincón más discreto. Encontró un congelador al fondo y se dirigió hacia él. Dejó el cuerpo en el frío suelo y abrió el congelador. Estaba lleno de bolsas con chuletas de cordero congeladas, que rápidamente fue sacando. Una vez vacío, introdujo el cuerpo, doblándolo por la cintura y encogiendo sus extremidades para que cupiera mejor, operación que le resultó costosa debido al rigor mortis que ya comenzaba a entumecer el cuerpo. Después metió las bolsas de las chuletas de cordero congeladas en los huecos que quedaban entre el cuerpo, hasta conseguir que encajaran todas. Salió del frigorífico y cerró la puerta con un fuerte golpe. Se quedó unos segundos apoyado en éste intentando recuperar el resuello. De nuevo volvía a quedarse todo en silencio, únicamente roto por el constante ruido del motor del frigorífico que taladraba sus oídos como su fuera el quejido más angustioso del alma del mendigo, cuyo cuerpo descansaba en el congelador junto a las chuletas de cordero.

Volvió al corredor donde se había producido el crimen y limpió con sumo cuidado el suelo, rociando el espacio con lejía y frotando con una bayeta hasta que todo quedó sin ningún rastro de sangre, incluidos los espacios entre las piezas de gres que cubrían el suelo. Luego fue al baño y limpió su zapato de piel de las gotas de sangre del vagabundo. Aprovechó para lavarse la cara mientras observaba su rostro reflejado en el espejo. Quedó un momento mirándose fijamente y pensó que estaba viendo la cara de un asesino. Finalmente salió a la calle y pudo observar en un rincón las escasas pertenencias del mendigo: una mochila, un par de abrigos, una gorra y el vaso que usaba para pedir. Tras asegurarse que no había nadie en la calle, lo recogió todo y lo arrojó a un contenedor de basura. Habían pasado cerca de dos horas. El director regresó a su despacho, cogió la americana que colgaba del respaldo de su silla y que hacía juego con sus pantalones y se la puso, ajustándosela con un ligero movimiento de espalda. Apagó la luz y salió al garaje en busca de su automóvil. Condujo hasta su casa mientras en su cabeza iba trazando el plan que seguiría a la mañana siguiente.



Eran las siete y media de la mañana. Los empleados no llegaban hasta las ocho, por tanto disponía de media hora para recibirles y hacerse dueño de la situación. Su prioridad principal era evitar que el encargado de la sección de carnicería utilizara el congelador en donde se escondía el cuerpo. A las ocho menos cuarto llegó el carnicero y su corazón comenzó a latir con fuerza. Se dieron los buenos días con cordialidad, mientras que discretamente el director seguía con la mirada a su empleado. Vio como entraba en la cámara frigorífica y sacaba el género que iba ordenando en la vitrina: pollo, ternera, hamburguesas,… Volvió a entrar en la cámara y esta vez salió con una larga ristra de morcillas, y luego de chorizos,…Cada vez que el carnicero entraba en la cámara, el director sentía verdadero pánico. Decidió acercarse y bajo algún pretexto, decirle que no sacara chuletas de cordero del congelador. En ese momento sonó su teléfono móvil. Era su mujer.

-Dime cariño –contestó el director nervioso.

-Oye necesito que pases por el colegio a recoger a Carlitos.

-¿Cuando? Ya sabes que hoy estoy muy liado…

-Lo sé, pero yo tengo que hacer una visita y no podré recogerle. Estate a las tres en el colegio, lo he arreglado todo para que se quede allí a comer.

-Esta bien yo…

-Aaaaaaaaaaaaaaaah! –un grito rompió la tranquilidad de la mañana. El director, con el teléfono en la mano, pudo observar como el carnicero salía corriendo de la cámara frigorífica. Su rostro, desencajado, era la viva imagen del horror y la angustia. Rápidamente el director se despidió de su mujer y acudió allí corriendo temiéndose lo peor. Fuera del frigorífico se hallaba el empleado, sentado en el suelo, con los ojos como platos y a punto de sufrir un ataque de nervios.

-¿Qué ha pasado? –preguntó el director.

-Ahí dentro, señor…

El director sintió que su plan perfecto acababa de desvanecerse. Rápidamente analizó la situación. El único obstáculo que se interponía en su camino era el carnicero. Debía eliminarlo. Miró su reloj de muñeca y comprobó que aún faltaban diez minutos para la llegada del resto de trabajadores. Tenía tiempo más que suficiente para solucionar el problema. Entraría en la cámara, luego le llamaría y cuando le tuviera delante le podría golpear con algún objeto romo, al igual que hizo con el vagabundo. Pero, ¿y si fallaba el golpe?. Debía usar un método más contundente. Observó los cuchillos que el carnicero tenía ordenados en su mesa. Una cuchillada sería más efectiva, pero también más sucia. Lo pondría todo perdido de sangre y no tenía tiempo para limpiarlo y eliminar las huellas como hiciera la noche anterior. Optó por estrangularlo. Pondría ambas manos rodeando su cuello y comenzaría a apretar con fuerza. Notaría como poco a poco su cara se iría amoratando, su cuerpo se volvería flácido por momentos y sus ojos se quedarían en blanco. Así sabría que el carnicero había muerto. Luego tan solo debería esconder su cuerpo en el frigorífico e inventar alguna excusa, por ejemplo que habia llamado diciendo que estaba en la cama con fiebre y que no iría a trabajar.

Bueno, no era un plan perfecto pero al menos le permitiría salir airoso de la situación. Entró lentamente en la cámara frigorífica, mientras el carnicero seguía sentado en el suelo recuperándose de la impresión. Una vez en su interior le llamo y éste entró con miedo y precaución.

-Ven –le dijo el director –y explícame qué has visto.

-Yo, señor, iba a abrir el congelador… -dijo el carnicero señalandolo mientras se acercaba.

-¿Si?, y que más –preguntó mientras colocaba las manos sobre sus hombros y sutilmente las iba aproximando al cuello.

-Ay! Solo de recordarlo se me ponen los pelos de punta.

-Tranquilo, no debes temer nada, ahora estoy aquí contigo… -las manos del director ya le rodeaban el cuello, y comenzó a apretar.

-Es que…era enorme!

El director paró en seco.

-¿Cómo que era enorme?

-Si señor, enorme y peluda. Es que me dan mucho asco los ratones. Los odio!

-¡Un ratón!

-Si, un ratón gigantesco se ha metido ahí dentro, mientras preparaba el género.

El director comenzó a reirse, más que por la gracia del hecho por el alivio que sintió al no haber tenido que matarlo.

-Pués lo mejor que podemos hacer es mantener cerrada la cámara para que no salga, mañana ya llamaremos a alguien para que lo extermine.

-De acuerdo, señor. La verdad es que será un alivio para mi que el frigorífico se quede cerrado.

-Y para mi también, te lo aseguro –pensó el director en voz alta. Menudo golpe de suerte. Gracias al ratón había conseguido mantener a buen recaudo el cuerpo del vagabundo, lejos de los ojos de algun empleado fisgón. Bien pensado, había merecido la pena el sobresalto sufrido.



Poco después de las once, llegaban al supermercado cuatro personas impecablemente trajeadas. Llevaban consigo unas carpetas de piel. Sin duda alguna eran los jefes que el director había estado esperando con tanta impaciencia. Se saludaron y se dirigieron a su despacho. Allí le interrogaron sobre proveedores, pedidos, stocks, empleados, etc. El director iba contestando con toda naturalidad, justificando sus respuestas con documentos que les iba mostrando. Éstos se sintieron satisfechos con la información. Seguidamente se levantaron y procedieron a visitar el supermercado. Las distintas secciones se anunaciaban con grandes rótulos: hogar, perfumería, lácteos, panadería, pescadería y…carnicería. Casi era mediodía y habían muy pocos clientes. Los empleados habían captado perfectamente la idea que les había transmitido el director de que todo debía lucir de forma extraordinaria. El grupo se paseó por las secciones y de vez en cuando los jefes formulaban alguna pregunta, que el director respondía de manera coherente. Hasta que llegaron a la sección de carnicería y uno de los jefes insistió en ver el interior de la cámara frigorífica. El director se puso nervioso y comenzó a balbucear. Desde el otro extremo de la sección, el carnicero también palideció pero por motivos distintos. Temiendo que los jefes tuvieran un mínimo atisbo de sospecha, decidió acceder a su petición con una cierta naturalidad, así que haciendo un gesto con la cabeza llamó al carnicero que se acercó y abrió la puerta de la cámara frigorífica. El directivo que había insistido en ello, entró en su interior acompañado por el director y por el empleado. Una vez dentro inspeccionó todo con la mirada. Luego se acercó al congelador. Se quedó mirándolo fijamente y, tras permanecer en silencio meditando, se apoyó en él para hacer una serie de anotaciones en su libreta. El director y el carnicero, vieron aliviados como salía del frigorífico…y bastante satisfecho.

Una hora después se dio por concluida la visita. Los jefes alabaron la pulcritud del supermercado y la organización tanto de las secciones como del personal encargado de ellas.

-Señor Martinez, estamos muy contentos. Veo que es usted una persona muy válida, tiene madera de líder. El supermercado está perfecto: limpio, ordenado y los empleados magníficos tanto en su trato con el cliente como en su imagen. Le felicitamos. Tendremos en cuenta sus cualidades para futuros ascensos. Dentro de poco quedará vacante el puesto de coordinador de zona, que tal vez pueda interesarle.

-Oh! Por supuesto, estoy a su entera disposición para lo que deseen. Me alegra enormemente que se marchen satisfechos con la visita.

De esta manera, les acompañó hasta la puerta del garaje donde les esperaba un lujoso automóvil, digno de tan importantes directivos. Se montaron en él y su chófer lo arrancó. Uno de los directivos bajó la ventanilla:

-Por cierto, una cosa más. Estos días hemos hecho un recorrido por distintos supermercados de la zona y la verdad es que este nos ha impresionado. Esta mucho mejor que los otros…salvo por un detalle…

-¿Un detalle? ¿Qué detalle?

-Verá, es importante que un supermercado reúna los requisitos que usted nos ha mostrado hoy aquí. También su índice de ventas es muy bueno, pero la muestra más palpable de la aceptación por el público de un establecimiento de estas características viene determinado por otro factor que tal vez sea el más objetivo de todos.

-¿Cuál es?

-El mendigo

-¿El mendigo?

-Si señor Martinez. Verá, en todos los supermercados que hemos visitado había un mendigo pidiendo en la puerta…

-¡Pero eso ensucia la imagen de la cadena!

-Se equivoca. Eso es lo que pudiera parecer a unos ojos inexpertos y faltos de sentido común. Pero, si lo piensa con detenimiento, es la forma más objetiva de conocer la aceptación que tiene un supermercado en un barrio. Si hay clientela, habrá mendigo…si pasa desapercibido, jamás tendrá mendigo. ¿Entiende? Así que espero que tenga uno de ellos en su puerta en nuestra próxima visita, señor Martínez.

El director apenas pudo articular palabra mientras observaba como el automóvil se alejaba dejando tras de si una espesa cortina de humo. Cabizbajo regresó a su despacho y se sentó en su silla. Se quedó mirando las fotografias de su mujer y de sus hijos que descansaban sobre su mesa de caoba,. Sacó su telefono móvil y le madó un SMS a su mujer: “No podre recoger a carlitos. t quiero”, después llamó a la policía.


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